lunes, 21 de julio de 2008



Padre Alberto.

Aquel día la algarabía del pueblo retronaba en voladores acompasados por el repique de las campanas. Don segundo Gutiérrez casaba a su hija menor con un ahijado del cura que iniciaba sus armas en el ejército como oficial de infantería.
No valieron los sollozos de doña Teresa, no valió tampoco la suplica de la niña. La iglesia se vistió de gala y la casa se preparó para el recibimiento de Otoniel, quien llegaba ese mismo día para la boda. Sus años en la capital le habían servido para forjarse como hombre y muchos en el pueblo querían ver al mozo en que se había transformado el chiquillo que una vez recorrió el pueblo empeloto, perseguido por su tío; al cubierto de las risas y los sonrojos.
Llegada la hora, llegados los invitados; sus trajes folclóricamente ataviados contrastaban con los escasos chiros de los más humildes populachos que no querían perderse el acontecimiento. Las flores, las risas y las sonrisas fueron disipándose y aumentando nuevamente con el arribo a la puerta de la iglesia de las autoridades civiles y judiciales, de los más y de los menos. De entre los invitados, el menos satisfecho, aparte de la novia y su madre, era el hermano de Don Segundo, cura que ocupaba un cargo administrativo en la arquidiócesis de Tunja y quien quiso ser el oficiante, pero fue disuadido por su hermano para cederle el lugar que merecía el tío y padrino del novio.
No hubiese sonado tan distinto el tiro a los quintos lanzados a la entrada de misa, a no ser porque tras él cayó el cura con los ojos pétreos sobre su gordana sacramental y reinó brevemente un silencio, mezcla angelical de descanso y de terror en unos y otros.
La algarabía, el llanto y los chismes recorrieron el pueblo al galope militar, las viejas chillaban y sus hijos al verlas. Los hombres anestesiados se miraban absortos y un halo de venganza satisfecha cubrió sus cabezas.
De las manos de Otoniel se desprendió, al fin, el arma homicida. Sus ojos, en otro tiempo anclados, ahora frente al mismo hombre: tío, cura, padre… abusador, descansaban del pacto que un día se formuló y que no pudo resistir el sermón que lo renovaba.

Diego Fernando López

No hay comentarios: