lunes, 21 de julio de 2008



Doña Carmen.

Me dijo que tenía cincuenta años, sus ojos secos se dilatan en la distancia; no fue, en definitiva, una Buena idea salir esa noche. Me entristeció que muriera en mis brazos, y sólo algo me contó de su historia.
Había llegado del llano grande a Villavicencio cuando su cuerpo aún era ágil; dejó atrás una vida dura, de trabajos en el campo, por otra peor en las orillas del pueblo, que para entonces era la capital de provincia. El trabajo de lavadora de ropas ajenas, la sustento lo suficiente como para hacerla ambicionar la capital.
Con sus últimos suspiros me habló de una hija que vivía cerca del chorro de Quevedo, seguramente prostituta como ella en el tiempo que la tuvo; se llama María como ella, pero le dicen Sandra.
Se apretó contra mi saco cuando insistí en llevarla a un hospital y me contó que había recorrido ya los hospitales y que todos eran lo mismo; prefería morirse en paz. Había algo conmovedor en su voz que me hizo obedecerle.
Algo más me contó, sobre todo de su hija abandonada, mejor, de la hija que la abandonó, fue difícil. De entre sus trapos sacó una foto y la puso en mi mano. Hubiese querido no salir esa noche para no encontrarme con la foto de mi madre en manos de una abuela perdida.

Diego Fernando López.

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