viernes, 22 de agosto de 2008

The blind woman.


Todo empezó casi a la vez, su delgadez, su desaseo, su fidelidad y esta extraña circunstancia que la hace reprocharse todos los días el valor de su existencia pero se sabe incapaz de superar. A veces siente que es demasiado tarde y solo aprieta su suéter al cuello cruzando las manos en seguida sobre sus hombros y tratando de mirar lo más cercano que tenga, acción esta que ya casi se hace imposible.


Al despertar después dela primera noche no lo notó directamente, sólo se hizo mansa y sus hábitos rutinarios se hicieron mas cansados y sin ritmo. Al finalizar ese primer día sintió, después de tratar varias veces de darse un baño con agua fría, como era su costumbre, y sólo lograr desvestirse y poner un pie en la ducha sin más éxito, que algo efectivamente había cambiado, aunque no lo supo con certitud. Al llegar él, se le lanzó encima, le dio un beso y en seguida lo maldijo, con la ilusión de al menos un golpe. Él sonrió, la miró dulcemente y le ofreció una flor que traía escondida. Ella se sintió defraudada y no quiso tomarla. Dio la espalda y fue a la cocina. La siguió confundido y al llegar, ella se giro y le propinó un golpe en la mejilla, con la esperanza que fuera suficiente. No lo soportó, con la flor aún en la mano la tomó por el cuello y la lanzó contra la alacena. Se sintió feliz, pero contrariada, fue la misma sensación de la noche anterior, pero con un grado mayor de placer, tal vez porque en esta ocasión la había tenido un poco más entre los dedos y no como la noche anterior que había sido un golpe seco con la palma abierta.
El marido no supo exactamente que pensar, consiguió una amante, sus ojos distraídos y su mirada desviada cada vez que le habla lo denotan, ella se niega a certificarlo y teme perder al flagelador amado, aún cuando es claro que se está quedando ciega.
Fue el séptimo día, lo recuerda bien, se levantó adolorida después del amor y de la guerra que le preludia, un dolor en el costado, tal vez una costilla y un ardor en la comisura del labio roto le hicieron caminar al baño en busca de alguna pastilla. Al comienzo pensó que había sido golpeada en el ojo, lo creyó cansado y sin luz, se llevó la mano a la cara y tras sentir el ardor de los pómulos notó que sólo había una rayita entreabierta donde antes estaban sus grandes ojos canela que lucían antaño un marco adorado de pestañas pardas y cejas abundantes. Está aún ahí, la espero al cruzar la calle, falta poco para que sus ojos desaparezcan, pero ella está dispuesta porque su mal no tiene retorno y lo soporta cada noche.

lunes, 21 de julio de 2008

Las mulas de don Fidel.



No había pasado más de un cuarto de hora cuando frenó ante él un jeep rojo. Un hombre en las mismas condiciones de ropas le dijo si era cierto que necesitaba algunas mulas para cumplir con el corte que tenía en Los Naunos. El asistió con la cabeza y el hombre lo invitó a subir al carro; no supo como ni a que horas estaban viajando por la carretera de Barro blanco. El carro parecía estar equipado con unos buenos amortiguadores, puesto que Fidel no sentía, como de costumbre en las volquetas de la caña, los baches a lo largo de la carretera, además la velocidad era pasmosa. Fidel atinó a preguntar -para correr el miedo- que Con quién tengo el gusto. Que con Marcos… pasaron de largo por las fincas que Fidel conocía de memoria con sus cincuenta años encima recorriéndolas, y pasaron otras muy distantes que medio conocía Fidel, y de largo pasaron por donde Fidel no había visto siquiera. Entonces se atrevió a preguntar que ¿Es que queda lejos su la hacienda, no?, que Sí, algo, cerquita de Girón, pero Fidel suponía que hacia mucho habían pasado Girón, pero no dijo nada. Llegamos, dijo Marcos. Fidel se levanto tratando de despegar el trasero de su horma en el asiento.
La Hacienda era mucho más grande que las que conocía, y se le hizo extraño no estar al tanto de su existencia. La entrada estaba custodiada por dos mastines negros malhumorados, pero que conocían bien a Marcos, pues le vieron y se calmaron. Que no sea bobo, que venga, vamos para adentro, a lo que Fidel reaccionó. Al fondo se veía el trapiche, al costado izquierdo arrumbes de caña recién cortada y los establos; del otro lado un tejar en el que se ocupaban gran cantidad de hombres. La tierra era seca y los palos de mata ratón cumplían las veces de cerca para separar la entrada de las volquetas del resto de la hacienda, que se veía extenderse hasta más allá de lo que los ojos de Fidel contemplaban abismados. Camino al establo reparó en el tuerto Adolfo y en el viejo Joaquín, quienes lo saludaron con un cansado agitar de manos a la distancia. ¿Conocidos suyos?, inquirió Marcos. Si, dijo, trabajaban en Los Naunos, y me alegra verlos, que hace rato no prestan la cara… Es que viven aquí, por lo tan lejos, remató Marcos.
Estas dos son –dijo- como puede ver tan gordas y son buenas trabajadoras y para que vea que podemos empezar a hacer negocio, se las dejo bien baratas.
Fidel las reparó con calma, comprobó que tenían encima el doble de carga del que usualmente se les ponía en Los Naunos, y notó que sus cinchas les lastimaban el cuello y el vientre. Tan como muy apretadas, dijo. Es que son ariscas, eso si no se confíe -respondió Marcos-, Mire pruébelas, si se ponen necias déles rejo, que ahí poco a poco.

El pacto se cerró y dos días después como lo acordado, llegaron dos obreros de La hacienda al trapiche de Los Naunos con las mulas negociadas. Que mire don Fidel que aquí le manda Don Marcos y que no olvide de darles palo si se amachinan y no cambiarle las cinchas…
Solo estuvieron ariscas la primera semana, pero a palos se calmaron y don Fidel pensó en que merecían un cambio de cinchas que no las lastimara. Apenas hizo la primera muesca, salieron las mulas cual furia demoníaca y ninguno pudo retenerlas en su relampagazo. Como del cielo se acordó que Adolfo y Joaquín estaban muertos y ya a él se lo habían contado.


DFL


Doña Carmen.

Me dijo que tenía cincuenta años, sus ojos secos se dilatan en la distancia; no fue, en definitiva, una Buena idea salir esa noche. Me entristeció que muriera en mis brazos, y sólo algo me contó de su historia.
Había llegado del llano grande a Villavicencio cuando su cuerpo aún era ágil; dejó atrás una vida dura, de trabajos en el campo, por otra peor en las orillas del pueblo, que para entonces era la capital de provincia. El trabajo de lavadora de ropas ajenas, la sustento lo suficiente como para hacerla ambicionar la capital.
Con sus últimos suspiros me habló de una hija que vivía cerca del chorro de Quevedo, seguramente prostituta como ella en el tiempo que la tuvo; se llama María como ella, pero le dicen Sandra.
Se apretó contra mi saco cuando insistí en llevarla a un hospital y me contó que había recorrido ya los hospitales y que todos eran lo mismo; prefería morirse en paz. Había algo conmovedor en su voz que me hizo obedecerle.
Algo más me contó, sobre todo de su hija abandonada, mejor, de la hija que la abandonó, fue difícil. De entre sus trapos sacó una foto y la puso en mi mano. Hubiese querido no salir esa noche para no encontrarme con la foto de mi madre en manos de una abuela perdida.

Diego Fernando López.



Padre Alberto.

Aquel día la algarabía del pueblo retronaba en voladores acompasados por el repique de las campanas. Don segundo Gutiérrez casaba a su hija menor con un ahijado del cura que iniciaba sus armas en el ejército como oficial de infantería.
No valieron los sollozos de doña Teresa, no valió tampoco la suplica de la niña. La iglesia se vistió de gala y la casa se preparó para el recibimiento de Otoniel, quien llegaba ese mismo día para la boda. Sus años en la capital le habían servido para forjarse como hombre y muchos en el pueblo querían ver al mozo en que se había transformado el chiquillo que una vez recorrió el pueblo empeloto, perseguido por su tío; al cubierto de las risas y los sonrojos.
Llegada la hora, llegados los invitados; sus trajes folclóricamente ataviados contrastaban con los escasos chiros de los más humildes populachos que no querían perderse el acontecimiento. Las flores, las risas y las sonrisas fueron disipándose y aumentando nuevamente con el arribo a la puerta de la iglesia de las autoridades civiles y judiciales, de los más y de los menos. De entre los invitados, el menos satisfecho, aparte de la novia y su madre, era el hermano de Don Segundo, cura que ocupaba un cargo administrativo en la arquidiócesis de Tunja y quien quiso ser el oficiante, pero fue disuadido por su hermano para cederle el lugar que merecía el tío y padrino del novio.
No hubiese sonado tan distinto el tiro a los quintos lanzados a la entrada de misa, a no ser porque tras él cayó el cura con los ojos pétreos sobre su gordana sacramental y reinó brevemente un silencio, mezcla angelical de descanso y de terror en unos y otros.
La algarabía, el llanto y los chismes recorrieron el pueblo al galope militar, las viejas chillaban y sus hijos al verlas. Los hombres anestesiados se miraban absortos y un halo de venganza satisfecha cubrió sus cabezas.
De las manos de Otoniel se desprendió, al fin, el arma homicida. Sus ojos, en otro tiempo anclados, ahora frente al mismo hombre: tío, cura, padre… abusador, descansaban del pacto que un día se formuló y que no pudo resistir el sermón que lo renovaba.

Diego Fernando López

jueves, 17 de julio de 2008

Se incio el cuento...

Espero contar con su sincera y objetiva critica en este proceso que vamos a empezar en el taller.
muchas gracias por tomarse la molestia y el tiempo de repasar mis textos....
Diego López......