No había pasado más de un cuarto de hora cuando frenó ante él un jeep rojo. Un hombre en las mismas condiciones de ropas le dijo si era cierto que necesitaba algunas mulas para cumplir con el corte que tenía en Los Naunos. El asistió con la cabeza y el hombre lo invitó a subir al carro; no supo como ni a que horas estaban viajando por la carretera de Barro blanco. El carro parecía estar equipado con unos buenos amortiguadores, puesto que Fidel no sentía, como de costumbre en las volquetas de la caña, los baches a lo largo de la carretera, además la velocidad era pasmosa. Fidel atinó a preguntar -para correr el miedo- que Con quién tengo el gusto. Que con Marcos… pasaron de largo por las fincas que Fidel conocía de memoria con sus cincuenta años encima recorriéndolas, y pasaron otras muy distantes que medio conocía Fidel, y de largo pasaron por donde Fidel no había visto siquiera. Entonces se atrevió a preguntar que ¿Es que queda lejos su la hacienda, no?, que Sí, algo, cerquita de Girón, pero Fidel suponía que hacia mucho habían pasado Girón, pero no dijo nada. Llegamos, dijo Marcos. Fidel se levanto tratando de despegar el trasero de su horma en el asiento.
La Hacienda era mucho más grande que las que conocía, y se le hizo extraño no estar al tanto de su existencia. La entrada estaba custodiada por dos mastines negros malhumorados, pero que conocían bien a Marcos, pues le vieron y se calmaron. Que no sea bobo, que venga, vamos para adentro, a lo que Fidel reaccionó. Al fondo se veía el trapiche, al costado izquierdo arrumbes de caña recién cortada y los establos; del otro lado un tejar en el que se ocupaban gran cantidad de hombres. La tierra era seca y los palos de mata ratón cumplían las veces de cerca para separar la entrada de las volquetas del resto de la hacienda, que se veía extenderse hasta más allá de lo que los ojos de Fidel contemplaban abismados. Camino al establo reparó en el tuerto Adolfo y en el viejo Joaquín, quienes lo saludaron con un cansado agitar de manos a la distancia. ¿Conocidos suyos?, inquirió Marcos. Si, dijo, trabajaban en Los Naunos, y me alegra verlos, que hace rato no prestan la cara… Es que viven aquí, por lo tan lejos, remató Marcos.
Estas dos son –dijo- como puede ver tan gordas y son buenas trabajadoras y para que vea que podemos empezar a hacer negocio, se las dejo bien baratas.
Fidel las reparó con calma, comprobó que tenían encima el doble de carga del que usualmente se les ponía en Los Naunos, y notó que sus cinchas les lastimaban el cuello y el vientre. Tan como muy apretadas, dijo. Es que son ariscas, eso si no se confíe -respondió Marcos-, Mire pruébelas, si se ponen necias déles rejo, que ahí poco a poco.
El pacto se cerró y dos días después como lo acordado, llegaron dos obreros de La hacienda al trapiche de Los Naunos con las mulas negociadas. Que mire don Fidel que aquí le manda Don Marcos y que no olvide de darles palo si se amachinan y no cambiarle las cinchas…
Solo estuvieron ariscas la primera semana, pero a palos se calmaron y don Fidel pensó en que merecían un cambio de cinchas que no las lastimara. Apenas hizo la primera muesca, salieron las mulas cual furia demoníaca y ninguno pudo retenerlas en su relampagazo. Como del cielo se acordó que Adolfo y Joaquín estaban muertos y ya a él se lo habían contado.
DFL
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