jueves, 21 de octubre de 2010

La sentencia.


El ruido en la roca le despertó del hastió. Quinientos años habían pasado desde que Pedró de Añasco fue capturado por los indios Tamaes, por dar muerte al hijo de la Cacica. Fue obligado a tomar un brebaje y encerrado luego. No sospechó que viviría tanto tiempo bajo la roca y su alma se deshizo en silencio. Al verlo, cubierto de pelos, Raúl Jiménez, guaquero de profesión, no dudó en dispararle y huir. La pena finalizaba tras quinientos años desde aquella tarde que, en medio de tambores, la Cacica apodada la Gaitana por los españoles,  la profirió con tal exactitud.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Mientras la sombra rie...



Sin moverse de su silla frente al ordenador, el hombre mira de reojo la paradójica exactitud de la hora. la una de la mañana con once minutos, los tres números permanecen fijos en la parte inferior del monitor, se contiene un momento y deja salir una exhalación casi interminable a la que le sigue una rápida captura de aire que aprieta en el paladar, mientras su lengua trata de empujar algo de saliva en la garganta. Los ojos se dilatan y un escozor baja por la espalda mientras trata de girar la cabeza y descubrir la presencia que poco antes ha cruzado la puerta. Tiene como intención desvirtuar sus pensamientos, pero el pánico se trepa por las piernas y no puede más que volver los ojos sobre las letras que brillan en la pantalla. Hay una frase inacabada que ha de terminar la historia que comenzó noches atrás; su cerebro revolotea en incesantes paradojas, la dualidad del sueño que tantas veces ha oído hablar y siempre combate con los argumentos más razonables. La mística de la dualidad espacial y el poder de la palabra. Alguna vez, mientras dictaba clase, oyó de sus estudiantes la historia del desdoblamiento espiritual, le pareció perfecto para iniciar una crónica de antropología. Ahora allí, sus dedos encalambrados crepitan por poner fin a la desesperación del hombre. No puede darse el lujo de las ambigüedades, debe alterar el final que se había propuesto, es evidente que la historia que escribe es su propia historia y en el mundo de los vivos la paradoja del espacio está separada por finísimos hilos que a veces suelen reventarse y permiten el paso de lo insondable de los sueños. No hay tiempo para la razón, siente el avance tras la silla y una palabra surge a su encuentro, pero es demasiado larga y los dedos entumidos no alcanzarían a escribirla, quiere hallar un sinónimo perfecto que encuadre en el espacio su dilema, justo al lado de la pantalla hay un libro que lleva por subtitulo el nombre del autor: Wilhelm Dilthey, le ha leído por su interés en la hermenéutica, sabe el problema de las variaciones semánticas y casi acepta que no podrá evitarlo. De la nada aparece entonces la sencilla solución de tres grafos, la respuesta que somete a los dioses y expone a todas las almas. Desliza con gran esfuerzo sus dedos y finaliza.
Su cuerpo está sudando y en medio del silencio una sonrisa se alcanza a percibir a lo lejos. Ha finalizado, ha vencido.

Los jugadores


Llegan muy de mañana en medio de alaridos, risas y un ininteligible concurso de madrazos , su ropa no está del todo sucia, pero exhala un olor a sudor viejo. Todo en ellos es exagerado, sus muelas descompuestas se asoman al abrir en exceso sus bocas hambrientas, los ojos revisan todo con una agilidad que desborda sus orbitas y no pueden mantener sus manos reposadas sobre las tablas que hacen las veces de comedor. En la misma gritería piden ser atendidos, es un acto simbólico de lo que quieren; al final, todos comerán un plato de caldo con cebolla guisada, un trozo de arepa y una pequeña ración de carne. Los comentarios burlones contra el menos prevenido generan una nueva ola de risa y de improperios; al fin uno saca de entre sus pantalones una caja con las cartas, las pone entre sus manos y las mece lentamente; todos los ojos se rebosan, sienten algo que puja dentro. Un silencio momentáneo en el que dialogan las miradas, una sonrisa encabrita los ánimos, el de las cartas sabe el momento apropiado para lanzar la oferta. Vuelve la risa, las injurias. Reparten la primera ronda, par de ases… caras arrugadas; segunda mano, ceño fruncido, las manos se mueven más rápido, los ojos escudriñan cada gesto, va doble… respiración profunda… sarta general de injurias.

El hombre mira el reloj, baraja nuevamente, el silencio retorna y el rechinar de los dientes, la mano esta sobre la mesa, el hombre mira su juego, doble o nada… los ojos concentrados sobre las cartas. El hombre las destapa, caras de frustración, maldiciones a diestra y siniestra, puñetazos sobre las tablas. La vieja chilla y los despide; el caporal recoge las cartas, se levanta primero… paga la cuenta. Otro día que trabajaran a menos de mitad de sueldo. Se levantan entre burlas e insultos, agilizan el paso tras el hombre que va adelante con una sonrisa apenas vislumbrada en los ojos y la mano en el bolsillo acariciando la baraja.

viernes, 22 de agosto de 2008

The blind woman.


Todo empezó casi a la vez, su delgadez, su desaseo, su fidelidad y esta extraña circunstancia que la hace reprocharse todos los días el valor de su existencia pero se sabe incapaz de superar. A veces siente que es demasiado tarde y solo aprieta su suéter al cuello cruzando las manos en seguida sobre sus hombros y tratando de mirar lo más cercano que tenga, acción esta que ya casi se hace imposible.


Al despertar después dela primera noche no lo notó directamente, sólo se hizo mansa y sus hábitos rutinarios se hicieron mas cansados y sin ritmo. Al finalizar ese primer día sintió, después de tratar varias veces de darse un baño con agua fría, como era su costumbre, y sólo lograr desvestirse y poner un pie en la ducha sin más éxito, que algo efectivamente había cambiado, aunque no lo supo con certitud. Al llegar él, se le lanzó encima, le dio un beso y en seguida lo maldijo, con la ilusión de al menos un golpe. Él sonrió, la miró dulcemente y le ofreció una flor que traía escondida. Ella se sintió defraudada y no quiso tomarla. Dio la espalda y fue a la cocina. La siguió confundido y al llegar, ella se giro y le propinó un golpe en la mejilla, con la esperanza que fuera suficiente. No lo soportó, con la flor aún en la mano la tomó por el cuello y la lanzó contra la alacena. Se sintió feliz, pero contrariada, fue la misma sensación de la noche anterior, pero con un grado mayor de placer, tal vez porque en esta ocasión la había tenido un poco más entre los dedos y no como la noche anterior que había sido un golpe seco con la palma abierta.
El marido no supo exactamente que pensar, consiguió una amante, sus ojos distraídos y su mirada desviada cada vez que le habla lo denotan, ella se niega a certificarlo y teme perder al flagelador amado, aún cuando es claro que se está quedando ciega.
Fue el séptimo día, lo recuerda bien, se levantó adolorida después del amor y de la guerra que le preludia, un dolor en el costado, tal vez una costilla y un ardor en la comisura del labio roto le hicieron caminar al baño en busca de alguna pastilla. Al comienzo pensó que había sido golpeada en el ojo, lo creyó cansado y sin luz, se llevó la mano a la cara y tras sentir el ardor de los pómulos notó que sólo había una rayita entreabierta donde antes estaban sus grandes ojos canela que lucían antaño un marco adorado de pestañas pardas y cejas abundantes. Está aún ahí, la espero al cruzar la calle, falta poco para que sus ojos desaparezcan, pero ella está dispuesta porque su mal no tiene retorno y lo soporta cada noche.