miércoles, 17 de febrero de 2010

Los jugadores


Llegan muy de mañana en medio de alaridos, risas y un ininteligible concurso de madrazos , su ropa no está del todo sucia, pero exhala un olor a sudor viejo. Todo en ellos es exagerado, sus muelas descompuestas se asoman al abrir en exceso sus bocas hambrientas, los ojos revisan todo con una agilidad que desborda sus orbitas y no pueden mantener sus manos reposadas sobre las tablas que hacen las veces de comedor. En la misma gritería piden ser atendidos, es un acto simbólico de lo que quieren; al final, todos comerán un plato de caldo con cebolla guisada, un trozo de arepa y una pequeña ración de carne. Los comentarios burlones contra el menos prevenido generan una nueva ola de risa y de improperios; al fin uno saca de entre sus pantalones una caja con las cartas, las pone entre sus manos y las mece lentamente; todos los ojos se rebosan, sienten algo que puja dentro. Un silencio momentáneo en el que dialogan las miradas, una sonrisa encabrita los ánimos, el de las cartas sabe el momento apropiado para lanzar la oferta. Vuelve la risa, las injurias. Reparten la primera ronda, par de ases… caras arrugadas; segunda mano, ceño fruncido, las manos se mueven más rápido, los ojos escudriñan cada gesto, va doble… respiración profunda… sarta general de injurias.

El hombre mira el reloj, baraja nuevamente, el silencio retorna y el rechinar de los dientes, la mano esta sobre la mesa, el hombre mira su juego, doble o nada… los ojos concentrados sobre las cartas. El hombre las destapa, caras de frustración, maldiciones a diestra y siniestra, puñetazos sobre las tablas. La vieja chilla y los despide; el caporal recoge las cartas, se levanta primero… paga la cuenta. Otro día que trabajaran a menos de mitad de sueldo. Se levantan entre burlas e insultos, agilizan el paso tras el hombre que va adelante con una sonrisa apenas vislumbrada en los ojos y la mano en el bolsillo acariciando la baraja.

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